viernes, 22 de agosto de 2008

Entre serpientes de peluche



Ando perdida de un lado al otro hasta que el ángel de la guarda -hoy reencarnado en Isabel, mi becaria favorita de Público- aparece a lomos de un coche para rescatarme.

“Nos están esperando unos amigos para cenar”, pronuncia antes de salir disparada en un rally urbano durante el que ignoramos semáforos y señales de tráfico para llegar cuanto antes.

Con el primer bocado, entiendo las prisas: una cena tan deliciosa no se podía dejar enfriar. Sus amigos -y las serpientes de peluche con las que viven- me parecen maravillosos hasta que respondo incorrectamente a la pregunta “tú eres heterosexual, ¿no?”. Uno propone arrojarme por el balcón. Los demás secundan la idea con risas malignas. Tras lograr escapar, huyo a Jerez de la Frontera.

Empinando el codo en Jerez

Un silencio húmedo y oscuro invade la bodega. El olor del vino fermentando emborracha la piel. Caminamos despacio por el suelo de arena, observando cómo la escasa luz que atraviesa los ventanales ilumina las telarañas de las botas. Es un espacio sobrecogedor. Nos alejamos del grupo para estar solos, pero la guía nos llama la atención. Nos devuelve a la realidad.

Mi compañero de piso, David, y una duende preciosa llamada Elisa, han bajado hasta Jerez de la Frontera para regalarme un fin de semana enológico, con el claro fin de emborracharnos como cubas. Ahora estamos en el interior de las bodegas Gonzalez Byass, conocidas popularmente como Tío Pepe. Las más grandes, las más turísticas, las que más se asemejan a un parque temático del fino, el vino por excelencia de esta ciudad.

Hasta los ratones, presentes en cualquier bodegas, se han convertido aquí en objeto fotografiable: han aprendido a subir escaleras y beber vino oloroso de una pequeña copa. Hoy, el escándalo formado por las 30 personas de nuestro grupo, disuade a cualquier roedor de asomar la cabeza. Es más, si yo fuese ratón estaría muerto de miedo entre tantos pies.

No entendemos por qué tenemos que subir a un trenecito eléctrico cursi para recorrer menos de 500 metros. Tampoco porque tiene que atravesar el jardín, destrozándolo. Una voz aguda explica a través de los altavoces que el lago de la finca “fue un regalo del fundador a su mujer, Vittorina, que era una gran amante (de la botánica)” y sus siguientes palabras se confunden con nuestras risas.

Seguimos riéndonos en la degustación final, servida en un decorado de feria de abril. Nos acabamos nuestra botella pero tenemos mucha más sed. A medida que los vecinos van levantándose de sus sillas damos el cambiazo a sus botellas medio llenas. Las vaciamos una tras otra. Hasta que nos quedamos solos. Nos apagan las luces. Y salimos de allí para seguir bebiendo por la ciudad. Finos, amontillados, olorosos y lo que se nos ocurra.

Las bodegas hacen negocio con las visitas pero cierran los domingos. Es una más de las paradojas gaditanas. El dinero no parece una prioridad. Tampoco el tiempo para desplazarse: no hay tren directo entre Málaga y Cádiz y el único autobús en recorrer los 220 kilómetros entre la primera y Jerez de la Frontera tarda seis horas. Por esta broma macabra, me he perdido la visita a Pedro Domecq, “donde nos han dejado perdernos por la bodega, ha sido maravilloso”, explica entusiasmado David pasada la medianoche.

“Se nos ha quedado muy corto”, dice uno. “Tenemos que volver entre semana”, dice otro. “Evitar viajar en agosto”, dice el tercero. Soñamos la revancha de regreso al hotel. Abrazados y borrachos.

Atracción fatal

Málaga empieza terriblemente mal: con una medusa agarrada a mi muslo derecho. Ya es la segunda que este verano se lanza sobre mí y no puedo entender la atracción fatal que mis piernas mal cuidadas ejercen sobre ellas cuando tienen a su disposición auténticas preciosidades, con pulseras tintineando en los tobillos y uñas esmaltadas de rojo cereza.


Sigue peor: dos horas después del ataque de un pelágico gelatinoso me encuentro en la cola de un súper. Cinco tíos delante con 3 botellas de whisky, una de ron y cinco de coca-cola. Tres tíos detrás con 24 cervezas. Los dos grupos apestan ya a alcohol, gritan eufóricos y repasan de arriba a abajo a cuanta hembra entra en el establecimiento. Encajada en un sandwich entre unos y otros estoy yo, con un paquete de tampax en la mano.

Cuando logro salir veo que el centro de Málaga se ha convertido en un macrobotellón. Sólo son las seis de la tarde, pero el suelo está barnizado con una capa húmeda y pegajosa sobre la que las chanclas patinan peligrosamente. Salto un mini -o maceta, como le llaman aquí- de kalimotxo frente a mí. Esquivo un vómito a la izquierda, una meada a la derecha. Me pongo de puntillas para pisar lo menos posible un líquido no identificado. Estoy nerviosa, lo único que quiero -y sé que no puedo conseguir- es un baño limpio.

Gire por la calle que gire, todas desembocan en escenarios clonados. Quiero preguntar a alguien cuál es la única salida al laberinto pero me miran como un bicho raro: “pero quédate, guapaaa”. Perfecto.
Unos campeones de slalom me cuelgan una flor roja en el pelo "para que esta morenaza se venga con nosotros". Les acompaño en su zigzag callejero hasta que se despistan enseguida con una rubiaza.

Al fondo, aún lejos, distingo la salida del infierno botellónico. Es también la entrada a una galaxia paralela, poblada de flamencas pizpiretas y hombres encamisados que van o vuelven de las casetas de la Feria. Estén donde estén, a la que oyen sevillanas se arrancan a bailar.

jueves, 21 de agosto de 2008

Habitación con vistas a una grúa

¿Tienes bluetooth?


“Mi-ni-mo-no. Who is minimono?”. Escucho sin dar crédito. Me freno en seco. ¿Quién conoce mi álter ego digital? ¿Cómo lo conoce? ¿Por qué lo pronuncia en Almería? Miro alrededor y veo un grupo extraño, formado por dos japonesas y tres jóvenes con rastas rubísimas, aparentemente nórdicas.

Tienen que haber sido las japos, que son seres tecnológicamente superiores al resto de los mortales. Ellas también me han visto. Me miran y esta vez me preguntan directamente: “Are you minimono? Abro aún más los ojos, me acerco tímida y hago un gesto afirmativo con la cabeza.

Imagino que ahora me revelarán con qué nuevo gadget de realidad virtual están jugando y me dejarán probarlo. Pregunto emocionada. Pero la respuesta es mucho más simple: “Nos estábamos enviando fotos de un móvil al otro por bluetooth y de repente has aparecido tú en nuestras pantallitas”.

“Claro, ¿cómo no había caído?”. Minimono es también el nombre con el que bauticé mi teléfono, lo había olvidado. Tampoco me acordaba de que siempre llevo el bluetooth activado, una costumbre que tomé al vivir en el otro lado del mundo, donde me pasaba el día intercambiando de todo entre teléfonos amigos.

La risa de Yuko y Ami es contagiosa y pronto estamos las seis apoyadas contra la pared, con lágrimas en los ojos. Están en la fase etílica de exaltación de la amistad y yo me dejo querer. Les cuento las aventuras de trotamun2 y vuelven las risas. Cuando pueden hablar, me dicen que ellas nos ganan, que saben vivir con mucho menos de 30 euros al día. Ante mi mirada incrédula, empiezan a revelar trucos para conocer mundo sin (casi) un duro en el bolsillo.

Ideas para conocer mundo (casi) gratis


Las japonesas se inscribieron en la web de Workaway. A cambio de ayudar a pintar una casa y hacer de niñeras por las mañanas tuvieron comida, alojamiento y clases de flamenco gratuitas dos semanas. A las nórdicas les dieron techo y comida en las Alpujarras durante el mes en el que trabajaron como voluntarias rurales de WWOOF en una granja.

Se plantearon couchsurfear por Europa pero querían quedarse al menos 15 días en un sitio fijo. “Y yo”, suspiro, “no dejo de soñar con mis próximas Vacaciones Inmóviles”. Al decirlo, visualizo una hamaca, dos vasos helados de vino blanco, cuatro manos, seis botifarres, libros en el jardín, y a lo lejos, un bosque de coníferas que desciende hasta el Mediterráneo.

A cambio de mantener en secreto el paradero del lugar soñado, las invito a tapear en mi taberna favorita. Hay que celebrar que, por un día, soy más rica que mis acompañantes. La noche acaba tarde, muy tarde. Con poco dinero, muchas amigas, chocolate con churros para todas e intercambio de muñecos para los móviles que permitieron conocernos.

Contorsiones de circo

“Sube la cabeza. Pega el brazo izquierdo a tu cuerpo. Saca más el culo. ¿Puedes pasar el pie derecho por encima de la toalla? Vale, yo así creo que estoy bien. Y tú?”. El pirata y yo no estamos haciendo prácticas de contorsionismo para acceder a las pruebas de un circo, aunque lo parece. Llevamos más de una hora intentando encontrar una postura que nos permita dormir en la parte trasera de la furgoneta.

Para aumentar el nivel de dificultad, hemos aparcado en cuesta. Aunque la colchoneta sobre la que dormimos es aterciopelada y no resbala, mi cerebro decide que no es una postura natural para dormir y no da la orden de apagar el interruptor por más que se lo suplico. Cuento ovejitas, tampoco funciona. Intento leer, pero no hay luz suficiente. Vencida, salgo fuera.

Llega hasta allí el sonido ibicenco de la rave. Se ven a lo lejos centenares de cabezas moviéndose al unísono. Tienen un par de horas por delante. La full moon party de Benitatxell (Alicante) no acabará hasta el amanecer. Cuando amanezca hará calor. Si hace calor, no podré dormir. Vuelvo a entrar. Vuelvo a contar ovejitas. Vuelvo a dar vueltas. Y, de repente, milagrosamente, logro desconectar.

Un sueño cumplido: pisar Benidorm
Por la mañana iniciamos el descenso hacia Almería por carreteras costeras secundarias. La primera parada obligatoria es Benidorm, una ciudad en la que todas sus calles superpobladas huelen a crema solar.

Elegimos a un bar al azar y llegamos en un momento clave para la historia del deporte español: la final olímpica de tenis. “E-pa-ña, E-pa-ña”, “Ese Rafa, ese Rafa, oé”, animan los más de cien espectadores. La mayoría ha entrado sin camiseta y, con cada movimiento eufórico para celebrar un punto de Nadal, arroja a su alrededor parte de la arena que lleva pegada al cuerpo. Cuando el tenista español vence, salimos corriendo por miedo al hundimiento súbito del bar.

La Costa del Ladrillazo

Seguimos hacia abajo, admirando la masacre arquitectónica de la costa y los anuncios paradisíacos de promotoras. Al entrar en la comunidad de Murcia, se añaden mares de plástico. Sólo desaparecen muchos kilómetros después, en el parque natural del Cabo de Gata.

Cuando llegamos, está a punto de anochecer. Le invito a cenar frente a un mar sin rascacielos, para darle las gracias por haberme transportado, alimentado, cuidado y dormido durante estos días. Elegimos una cala preciosa para dormir. Desierta. Sólo se oye el rumor del mar. Ponemos la colchoneta en la arena. Nos tumbamos. Todo parece perfecto, pero no lo es: hace demasiado frío. Cuando no nos queda ya más ropa que echarnos por encima, miramos hacia la furgoneta. No queremos dormir allí. Nos miramos y uno de los dos murmura: “¿Es inevitable, no?”. Poco después, reiniciamos las contorsiones.

Menú de fiesta valenciana

El puente del 15 de agosto se podía recorrer la Comunitat Valenciana de fiesta en fiesta. Elegir, por ejemplo, una procesión de la virgen de la Asunción como entrante, comer una paella popular, de postre acercarse a un puerto para revivir el desembarco de los cristianos, cenar fideuà y arriesgarse a perder varios dedos entre los petardos de una mascletà antes de salir a bailar al ritmo de una orquesta.

Hay tantos pueblos adornados con el escudo de los cristianos y la media luna árabe que los diarios regionales han seleccionado sólo los mejores 50. Dispuesta a no parar, leo los programas con un rotulador rojo entre los dedos. Pero cinco minutos después ya tengo un motivo más para envidiar a mi compañero Javier: no sólo disfruta de temperaturas que permiten comer helados sin que se derritan y se baña en aguas sin medusas, sino que puede asistir a conciertos de grupos de renombre.

La elección por estas tierras está complicada: dudo entre el espectáculo musical Movimentsway Show Dance la Magia del Baile en el campo de fútbol de Turís, a uno de variedades con mascletà en Albalat dels Tarongers o a la macrodisco móvil de Sot de Chera, en la que prometen go-gos, streepers y fiesta de la espuma. Ante semejante oferta, el pirata y yo nos decantamos por cenar primero una fideuà en Ribarroja y després ja veurem.

El alcalde saluda a la afición

Llegamos en el momento justo: los cocineros anuncian que la comida ya está lista a los centenares de espectadores hambrientos que aguardan impacientes detrás de una valla. Entra en acción el alcalde, que estaba calentando en la banda, saluda a la afición, se arremanga y sirve el primer plato entre vítores.

Ya sólo le quedan por servir 999 raciones, o lo que viene a ser lo mismo, 99, 9 kilogramos de pasta. Son las cantidades que me ha soplado un cocinero cuando, con la intención de saltarme la cola, he dicho que era periodista y he enseñado la cámara de fotos y una libretita. He salido de allí con dos platos bien cargados y nos hemos dirigido a unas mesas de plástico con sillas de plástico, vasos de plástico y cubiertos de plástico que había allí cerca.

Ningún crítico gastronómico aprobaría la fideuà a menos que fuese amigo del alcalde o llevase, como en mi caso, dos semanas a base de bocatas y tapas.

Podríamos haber disfrutado de una maravillosa velada amenizada por la orquesta Golden allí mismo. Pero quisimos arriesgarnos a probar el plato más indigesto del menú: “Espectáculo musical con la actuación humorística Los Quillos, Almudena (de Gran Hermano), la vedette Rocío Madrid y Vicente Seguí (de Operación Triunfo)" en Torrent. Por suerte para nosotros, aunque dimos vueltas y vueltas por todo el pueblo, no logramos encontrarlo.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Chica reencuentra a chico



Los últimos dos días caben en una línea de guión architípico: chica reencuentra a chico después de X días sin verse. El escenario fue Cuenca. Anochecía. Añadiré, por si alguien sigue interesado, que elle le vio antes de que él la viese. Describiré al protagonista: moreno, con aros en las orejas, barba de tres días, lascivia de sátiro y pose canalla, parecía recién salido de una nave pirata de siglos atrás. Al verle, el cuerpo de ella tembló. Quizás jugó con ventaja sólo dos segundos, pero bastaron para que, al girarse, la encontrase con una sonrisa de victoria clavada en la boca.


Ella llevaba más de diez horas dando vueltas de autobús en autobús cuando finalmente aterrizó en esa ciudad manchega. Por eso, se imaginó pisoteando las cabezas de los pasajeros del autobús que tenía delante o rompiendo la ventana con el martillo de emergencia para ganar unos segundos en estrellarse contra sus brazos, tirarle al suelo y empezar a lamerle. Pero se contuvo. Bajó lentamente, saboreando su impaciencia, dejando que la viese acercarse hasta chocar sonoramente contra sus labios.


Les faltaron manos, lenguas y uñas en el camino eterno a una posada que resultó ser un antiguo convento. Era blanca. Austera. Quieta. Con ventanas enrejadas. Tapetes en los muebles. Cancelas en las puertas.


No les importó. Sólo girar la llave por dentro, un golpe seco rompió el silencio monacal.


Bajaron a desayunar a la mañana siguiente. Dormidos, pero desesperadamente hambrientos, casi mareados. Concentrada en devorar fruta, muesli, yogur, huevos y demás ingredientes inexistentes en sus últimos trece desayunos, la conversación de los vecinos le parecía tan sólo un rumor lejano, del que les llegaban las palabras pronunciadas con más énfasis. “... pegar ojo...”, le decía una mujer a otra. “Poca vergüenza “, respondía la interlocutora. “...madrugada, gemidos, azotes, gritos...”, remarcaba la narradora.


Disimuladamente, la protagonista se tapó las rodillas, algo azuladas. Le miró para comprobar que ninguna marca sobresalía de su camiseta blanca. Sonrieron cómplices. Se levantaron poco a poco, sin hacer ruido. Recogieron, pagaron y salieron a la calle.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Jamón de Trevélez

Todo Trevélez huele a jamón serrano. El olor se cuela dentro del autobús con las ventanillas cerradas. Los pasajeros teníamos la boca hecha agua antes de bajar. Y la salivación se acentuó muchísimo al descender y ver patas de cerdo curadas por todas partes: balanceándose con el viento en tiendas situadas a ambos lados de la carretera, expuestas en jamoneros en restaurantes, tapadas con un paño en casas particulares y dibujadas en carteles por todos lados.

En el mirador del Barrio Alto, con Trevélez a mis pies, pedí una caña con los dedos cruzados. SLlegó segundos después con la tapa deseada:

Perseidas

Antonio grita y su voz atronadora, duplicada por el eco, se extiende por el barranco de Poqueira. Su rebaño, de casi 500 cabezas, se detiene en el acto y cambia el rumbo hacia donde el
pastor quiere. Hace algunas décadas, en la vertiente sur de Sierra Nevada (Granada) había miles de cabras y ovejas. Ahora sólo se ven las suyas.

“Pertenezco a un mundo en peligro de extinción”, dice con una mueca tragicómica, mostrando sus manos callosas y curtidas por el sol. “Cuando era chico cultivábamos trigo y centeno aquí mismo y teníamos mucho más ganado. No bajábamos al pueblo durante meses. Ningún joven quiere esta vida hoy en día”, explica con calma, caminando juntos por el atajo que me ha enseñado para llegar al refugio Poqueira, a 2.500 metros de altitud.

Con el sombrero de paja señala, barranco abajo, un águila que vuela en círculos. Poco después, su mirada se dirige hacia unas rocas cercanas, sobre las que se ha encaramado un grupo de cabras montesas. Cuando tenemos que cruzar un arroyo, me indica qué piedras pisar.

Antonio conoce palmo a palmo estas montañas, en las que ha vivido toda su vida. “La sierra también ha cambiado”, sentencia, “antes había nieve todo el año en la cima, granizaba siempre alguna vez en verano, llovía mucho más. La tierra es cada vez más yerma”.


Cuando tomamos caminos distintos y desaparece detrás de una loma, me quedo sola en mitad del barranco. No me muevo. A lo lejos se ve el Mediterráneo. Se intuye África. Hay un silencio absoluto, sólo roto por esporádicas ráfagas de viento. Es viento seco, de poniente y silba con fuerza al chocar contra las rocas. Me hace tiritar bajo el grueso jersey de lana, aunque sólo son las cuatro de la tarde y ninguna nube oculta el sol.

Soy la primera en llegar ese día al refugio, así que me identifico y dejo mis cosas encima de una minicolchoneta pegada a otra minicolchoneta en la que no sé quién dormirá (pero sí quién me gustaría que durmiese). Y vuelvo a salir.

El mapa señala que el río Mulhacén queda cerca, tomando el sendero del oeste, y veinte minutos después se escucha ya el rumor del agua. Hay pisadas previas que siguen su curso, río abajo, hasta pozas profundas. Me desnudo y, uno, dos, tres, splashhh. Sin tiempo para contar a la inversa, salgo corriendo, temblando y congelada.

Los montañeros aparecen en el refugio a las cinco y desaparecen a las diez. Después, vuelvo a estar sola en mitad del barranco. No se oye nada, excepto el viento. Miro al cielo. Cae la primera estrella fugaz y pido un deseo. Cae una segunda y repito el mismo. Y vuelvo a hacerlo por tercera vez, antes de cerrar los ojos y evocar el ruido que hacen sus pendientes cuando los muerdo.

Fuegos artificiales

No mires hacia abajo. No-mires-hacia-abajo. Nomireshaciaabajo. Siento cómo el vértigo me invade, poco a poco, todo el cuerpo. Ha sido suficiente mirar un segundo hacia el fondo del barranco de Poqueira. Una mirada de reojo, sólo con el rabillo del ojo, como cuando veo películas de terror. Ajeno a mi miedo, el autobús sigue serpenteando hacia arriba, más y más alto tras cada curva.

Ese mismo barranco huele a pólvora esta noche. Los fuegos artificiales de Capileira iluminan de colores el precipicio mientras el ruido de cada cohete rebota en las montañas lejanas y vuelve vuelve vuelve...

Cita a ciegas

Bip bip. La pantalla del móvil se ilumina. He pedido a toda mi lista de contactos si conocían a alguien en Granada. La única respuesta que recibo parece invitarme a una cita a ciegas. “Ve a la tetería Alquimia que hay entre la calle San Antón y Alahamar y pregunta por A. Dile que vas de mi parte y de A. Es de confi. Pásalo bien en Graná”, dice el sms.

No hay ni un lugareño a quien preguntar, todos han huido a la playa. La oficina de turismo está cerrada, es sábado por la noche. Los guiris tienen mapas pero, desconfiados, se aferran a ellos como si fuesen un tesoro. Sólo me dejan ojearlos durante unos segundos, insuficientes para localizar el cruce que busco. Cuando, finalmente, logro llegar hasta allí, es demasiado tarde: el que está bajando la persiana me dice que A. acaba de irse a otra tetería.

Le pregunto cómo llegar. Suelta de corrido una ristra de indicaciones a las que contesto “sí, ah, vale, veces sí, ajá, sí, perfecto, gracias” pero que en realidad significan, “tío, no me estoy enterando absolutamente de nada. Pero buen rollito”.

Paso de intentar llegar. Es el hombre el que tropieza dos con la misma piedra, no la mujer. Opto, en cambio, por deambular de barra en barra tomando cañas. Parece un objetivo fácil pero, en los pocos bares abiertos, se apiñan los turistas unos encima de otros. Lograr alargar una mano hasta el borde de la barra y levantar en el aire un vaso de cerveza hasta el lugar donde espera mi garganta acaba muchas veces en el derrame de parte de su contenido sobre cabezas desconocidas. Ante las miradas de odio, mi mano tiembla cada vez que repito la operación con la tapa correspondiente.

Llevo una mezcla curiosa de bebida y comida en el estómago cuando aparezco, por casualidad, en la calle Elvira. Es una calle irreal. No sólo por la ausencia insólita de guiris, sino porque el mundo entero se ha encogido para caber allí.

“¿Quieres una ºpelícula? Tengo todas las nuevas”, me pregunta un chaval con una sonrisa de oreja a oreja. “A ver qué tienes”, le contesto y nos sentamos a las puertas de un kebab cercano, con dos limonadas con hierbabuena. Mientras repaso toda la colección, me habla de su Gambia natal, de música africana, de su familia, del hermano que murió intentando llegar a España.

Él se aleja con un DVD menos en la mochila. Yo ando más despacio.

Pocos pasos después, se me presenta Omar y susurra: “Chica guapa, ¿quieres hachís?”. Digo que no y siguen lloviéndome ofertas. “¿Quieres un novio?”, pregunta un pakistaní regalándome una rosa y haciéndome reir.

Al fondo de la calle, en la última esquina, encuentro la tetería que había decidido no buscar. A. me espera sentada en las escaleras.

sábado, 9 de agosto de 2008

Los desconocidos nunca abrazan

Abrió la puerta. Recorrí el piso con la mirada. Aún de pie, me ofreció un vaso de agua. Nos sentamos al borde de la cama, casi sin mirarnos mientras nos desnudábamos.


Noté que su piel era suavísima. También fueron suaves -en exceso- los besos y roces que acompañaron al breve acoplamiento. Se alejó de mis piernas con el condón lleno de semen, las cerré llenas de deseo saciado sólo levemente.


No salí corriendo porque mi albergue quedaba demasiado lejos. Después me arrepentí. Los desconocidos nunca abrazan. Y eso me impide dormir.


Nos sentamos al borde de la cama, casi sin mirarnos mientras nos vestíamos. Ya de pie, me ofreció un vaso de agua. Recorrí el piso con la mirada. Abrió la puerta.

viernes, 8 de agosto de 2008

Adiós al tipín de sílfide

“A ésta la llaman la Avenida de los elefantes”, dice José Manuel cuando nos acercamos en su coche al estadio del Betis. “¿Sabes por qué?”, pregunta y respondo que no. “Porque van toos los del Betis moviendo la cabesa y disiendo 'no puede , no puede sé'”. Me río con ganas, admirando la gracia de los sevillanos. Ni los 42 grados que marcan los termómetros les quitan las ganas de bromear.

José Manuel no es familia directa pero como si lo fuera. Ve en mi visita una ocasión para devolver la generosidad con la que le acogieron en casa hace diez años. Y como buen andaluz, lo hace a lo grande, tirando la casa por la ventana. El banquete que improvisa ante mis ojos casi me hace llorar, después del hambre feroz que he pasado en Mérida.

Chocos. Puntillas. Boquerones. Mero al limón. Cazón en adobo. Chanquetes. Mejillones tigre. Gambas en gabardina. Pimientos rojos. Olivas andaluzas, grandes y amargas. Chicharrones. Montaditos de jamón y de gambas con ali-oli. Ríos de cerveza helada. La mesa parece un espejismo.

Empiezo a comer igual que los camellos beben agua, guardando provisiones para un futuro incierto. Pero la montaña de comida no disminuye y el placer empieza a convertirse en una pesadilla infantil, recordando que no podré salir a jugar hasta que no deje el plato reluciente.

“Come, que no has comío ná”, oigo cada vez que suelto el tenedor. ¿No ven que me estoy hinchando? Si lo ven, les da igual. “Come, come, ¿no te gusta?” Que sí me gusta, pero no puedo más. Quiero chillar.

Me hincho tanto que intento escapar de allí rodando, pero me detienen cerca de la puerta: ¿Dónde vas? Vuerve aquí shosho, que queda el postre”. Cuando logró dar el último lametón al macrohelado me siento como un globo verde de piñata. Estoy segura que de un momento a otro vendrá alguien a golpearme con un palo y explotaré, salpicando a todos los que tenga cerca.

Es triste de robar pero más triste es ligar por un trozo de pan

Un hombre me soltó que quería estar con una mujer, otro sugirió que parásemos el coche para ver los pinos, otro insultó a los catalanes en mi presencia, otro dijo que en Granada hay demasiados moros, otro me ofreció dinero por acompañarle, otro me dijo que si él fuese mi novio no me dejaría ir sola por ahí y me tendría encadenada.

Cada vez que alguno de los desconocidos que he encontrado por el camino soltó una de esas perlas, yo tenía en la mano una cerveza/bocata/coca-cola/comida/agua a la que me habían invitado. No se lo tiré por encima, no me fui, no les devolví los insultos. Me tragué el asco con una sonrisa de niña tonta y esquivé como pude la situación.

Pero tengo muy claro que prefiero robar que prostituir mis orejas por un trozo de pan.

Público también censura

Hoy, que se han inaugurado los Juegos Olímpicos de China después de meses de críticas por la censura, escribo un ejemplo infinitamente más cercano:

La dirección de Público me ha censurado un artículo en el que explicaba que había hecho uso de la sabiduría popular difundida por Yomango para sobrevivir con los 30 euros al día que me dan. Es decir: robé en un supermercado y lo conté. Lo escribí para el suplemento de agosto, donde me habían pedido, explícitamente, que fuese gamberra. Los jefes ni siquiera se han querido poner al teléfono para explicarme personalmente los motivos, que me parecen de lo más divertidos:

Es vulgar
Pero les encantaría que me acostase con un desconocido y lo contase.

Es fácil
¿Alguno de ellos ha sentido el subidón de adrenalina miedo sudor de manos nerviosismo que te recorre el cuerpo cuando te escondes algo en el bolso y pasas al lado de un segurata armado con porra y esposas?

Va en contra de mi ética
¿Y quererme dar 30 euros al día para que sobreviva en España en agosto no va en contra de la suya? ¿Qué sabrán ellos de mi ética?

Perjudica la imagen de la empresa
Todo el mundo a quien le he contado la historia hasta ahora a dicho que los de Público son unos ratas y les ha criticado un montón. Los del súper ni se enteraron.

“Qué atrevida es la ignorancia”, dirían los viejunos del lugar.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Haciendo el hikikomori en Mérida

Cuando veo Mérida en el horizonte, me pellizco para estar segura de que no es un espejismo. He salido hace más de ocho horas de Aracena (Huelva) en el bólido de Miguelito, que pilla los 60 kilómetros por hora en las subidas -“creo que no tira porque le falta una pieza del motor”, se justifica- y hemos tardado una eternidad en llegar a un lugar de Extremadura llamado Zafra.

Las cuatro horas de espera en ese pueblo desierto habían empezado a derretirme y fusionarme para siempre con el asfalto pringoso de sus calles desiertas. El paso de estado sólido a líquido queda interrumpido por la llegada del tren pero, cuando finalmente subo al vagón, parte de Zafra me acompaña agarrada a la suela de las chanclas.

Sin pensar demasiado que el hostal de Mérida está a 2 kilómetros de la estación de Renfe, empiezo a arrastrarme, con la mochila a cuestas y Murphy cerca: el edificio está al final de una cuesta. Pronuncio mi nombre con un hilo de voz, entrego el DNI y recibo una llave. Al abrir la puerta y ver que mi cubículo individual de 4x2 tiene aire acondicionado, televisión y conexión a Internet, tomo una determinación: mañana no me sacan ni a rastras hasta que no se ponga el sol.

Como buena hikikomori quiero encargar una pizza y pedir que la dejen frente a la habitación 102; pasar el dinero por debajo de la puerta y cuando oiga que los pasos del repartidor se alejan, abrir un segundo, cogerla y volver a meterme en mi refugio. Lo intento, pero el hostal está tan lejos que queda fuera de la zona de reparto.

Miro desde mi ventana tamaño cárcel. El hostal cuesta todo mi presupuesto diario más dos euros así que no puedo ir al restaurante de la izquierda y pedir comida para llevar. A la derecha está el Mercadona y quedan 15 minutos para que cierren.

Me peino, me pongo un vestidito formal y salgo corriendo con mi bolso vacío. En los pasillos del hipermercado empiezo a llenarlo, de forma disimulada, de queso de oveja, jamón de jabugo, salmón ahumado y albahaca mientras coloco una barra de pan y tres tomates en la cesta oficial. “Son dos con 2'10” dice la cajera. Pago y atravieso la puerta de salida lo más tranquila posible en dirección a mi cubículo.

Encerrada de nuevo en mi cubículo, con un bocata de salmón, queso, tomate y albahaca en una mano y jamoncito del bueno en la otra, doy las gracias a los amigos de Yomango que me enseñaron a comer de vicio gratis.

Me conecto a Internet y busco una fiesta virtual en la que hacer amigos para compartir la experiencia. Pero como es mi primera vez y no sé dónde buscar, no encuentro a nadie. Dicen los metereólogos que la ola de calor se acaba ya. Si aciertan, prometo que para la próxima crónica habré salido de esta habitación.

Agüita pa la caló

Suena una bocina en mi oído. Me giro. “Zorra, chupameláaaaaaa”, berrean dos animales, con minis de cerveza en la mano, desde un seat ibiza rojo con radio teletaxi o algo similar a todo volumen. Estoy en Mérida. Es la una de la mañana. Acabo de salir del último bar de la calle John Lennon con una botella grande de agua para beber camino del hostal.

Miro hacia atrás. El coche tuneado está atrapado entre el tráfico a muy pocos metros. Recojo un mini vacío del suelo. Vacío la botella de agua en él. Me acerco a la ventanilla bajada del conductor y espero a que me vean. Les sonrío mientras les tiro el agua helada a la cara. “Para que se os baje el calentón, guapos”, pronuncio antes de echarme a correr calle peatonal arriba oyéndoles chillar que me van a matar. Están tan borrachos que son incapaces de atraparme.

martes, 5 de agosto de 2008

Un hombre bueno

Un abuelo acompaña a una mujer de suave acento portugués al autobús de Aracena. El conductor le invita a tomar café con él al final de destino. Y Tomás, así se llama, acepta. Le dedico la mirada más dulce de mi repertorio, le sonrío y se sienta a mi lado feliz, con su pipa recién apagada en la mano. “Fumemos, bebamos, comamos, gocemos o no, nos vamos a morir igual. La vida hay que vivirla”, son las primeras palabras que me dirige.

Poco después, con el motor del autobús aún apagado, me enseña el carnet de donante de órganos y me explica que él no quiere flores en el cementerio, ni siquiera en su entierro “porque no las voy a ver. Ni a oler”. Le observo e imagino en él uno de esos hombres que te regalan una rosa, un clavel, una pequeña flor silvestre, en el momento más inesperado.

Todos le conocen. Todos le saludan. Se paran a hablar con él por la ventanilla. Él baja. Da abrazos. Besos. Vuelve a subir y Juan, el conductor, arranca. Sólo hay siete pasajeros.

“El primer pueblo es San Juan”, indica al atravesar una zona de olor fétido a las afueras de Huelva. “Después viene Trigueros”. Se conoce cada pueblo como la palma de su mano y no sólo porque su hijo vive en la sierra y ha hecho el mismo recorrido durante años, sino porque es de esas pocas personas a las que la curiosidad no se les agota con los años.

“Está muy bien que te describan sitios que no conoces, pero verlos, ay, verlos con tus propios ojos, estar ahí, no hay nada igual”, replica con envidia cuando le describo la ruta que voy improvisando por el sur. “Menos Barcelona y el País Vasco, yo he visto toda España y empieza a hablar de remotas aldeas gallegas y asturianas que le fascinaron, de Salamanca, de Mérida y de cualquier lugar que le propongas. “Si mi hijo no tuviese el coche estropeado te llevaríamos a conocer Aracena y los alrededores. Toda la sierra es de una gran belleza”, añade con entusiasmo.

Fátima, a quién creía portuguesa pero es brasileña, se despierta a mitad de camino y se empieza a pintar los labios. “Te estás poniendo guapísima”, le piropea Tomás. “Dentro de poco llegamos a las minas de Río Tinto, se ven mejor por la derecha”. Me cambio de lado y aparece una tierra herida de muerte, agujereada, saqueada, con paredes cortadas sin piedad, bañada por el río más negro que he visto en mi vida.

Muy cerca hay un lago verde musgo en el que “si te bañas se te caen la piel y los huesos”. Un agua tan contaminada que enferma todo lo que toca. Y que contrasta con fuerza con el intenso color azul del pantano que aparece pocos kilómetros más arríba.

El autobús sigue serpenteando a ritmo lento, sin que dejemos de hablar y mirar alrededor, hasta que se divisa el pico que señala la llegada inminente a Aracena. Nos detenemos, bajamos todos sin prisas, y ni Fátima ni yo nos resistimos a acercarnos al bar.

“Es la última vez que te traigo”, le advierte Juan, “te vienes gratis y encima me robas los ligues”. Tomás sonríe y sigue hablando con despreocupación. “Ponme un café y a estas señoritas lo que quieran, que yo las invito.”.

Saboreo el café, la conversación, la lentitud del tiempo. Y cuando me subo la mochila a hombros y me pongo a andar hacia el centro del pueblo se me saltan las lágrimas de felicidad.

lunes, 4 de agosto de 2008

Como un pulpo en un garaje

"Ésas seguro que son madrileñas", murmuran con cachondeo en la playa de Punta Umbría cuando la marea, que ha subido de golpe, nos empapa los pareos y tenemos que salir corriendo para evitar que el mar nos trague las chanclas.

A nadie más le ha pillado desprevenido: las casas playeras que los lugareños han construido esta mañana en segunda línea de mar siguen intactas. Bajo el techo-sombrilla hay saloncitos en miniatura con sillas y mesas plegables, cubiertos y platos de plástico, tuppers llenos de tortilla y gazpacho y cervezas fresquitas en la nevera.

No hay mal que por bien no venga, y a cambio de las risas que se han echado a costa de mi compañera de albergue y de mí, la familia de la izquierda nos ofrece un vaso de gazpacho y unos emparedados. La familia de la derecha contraataca con otros dos vasos, diciendo "prueba er mío, mi arma, que está más rico". Con una sonrisa enorme, consigo que una tercera familia se una a la competición con más gazpacho y un pincho enorme de tortilla, y continúa así mi alimentación casi gratuita.

Las mujeres me invitan a comer y los hombres a beber. Si esto sigue así, quizás no vuelvo a Madrid.

Sólo dejar la mochila en la pensión Molino del Bombo de Aracena y preguntar dónde puedo darme un chapuzón, el recepcionista se ofrece a acompañarme a su casa, en la que tiene piscina. "En cinco minutos estoy lista", contesto y vuelvo con el kit de baño incorporado: bikini, minifalda y chanclas.

Con mis pintas playeras voy cuando coge -y yo detrás- un sendero estrechísimo lleno de piedras, tierra, zarzas e insectos. "Deberías haberte puesto pantalones largos y botas", dice descojonándose el cabrón mientras avanza a paso rápido. Riéndome y maldiciéndole, hago todo lo posible por seguirle sin resbalarme y partirme la crisma.

Al llegar se me olvidan los rasguños: tengo una piscina para mí sola rodeada de encinas, alcornoques, castaños milenarios, pájaros y ovejas. Me zambullo en ese lugar fuera del mundo. Cierro los ojos. Escucho el silencio. Y ni siquiera el pastor que descubro espiándome me acelera el pulso.

Relajada de los pies a la cabeza, sigo el rollo a los compañeros del timidísimo Miguelito cuando sugieren que esa noche vaya con él a las fiestas populares de Castañuelo y Santo Domingo y después le acompañe a casa. “Cuídale, que es virgen”, señalan entre risas y codazos.

Prometen mucha fiesta, mucha gente, mucho cachondeo, pero, al llegar allí, los otros 200 son residentes del pueblo. A punto de volver atrás, Miguelito me coge de la mano, me arrastra hasta el centro de la pista y cuando su brazo toca mi cintura, se transforma en un bailarín prodigioso.

domingo, 3 de agosto de 2008

En la fiesta me colé

“En un minuto verás a una rubia con una botella de vino en la mano. Síguela”, le dice una voz telefónica a Marc, un perfecto desconocido al que me ha dado por seguir en Huelva. Con precisión de novela de espías, aparece la guiri vestida de princesa y se mete en el ascensor del hotel.

Nos metemos tras ella, observamos cómo marca la sexta planta y nos limitamos a esperar. La puerta de la habitación 605 está entornada y se escapan muchas voces de su interior. Antes de entrar, la rubia se gira para pedirnos que la sigamos.

Dentro hay seis mujeres revueltas por una cama enorme, que parecen asiáticas, apaches e irlandesas pero son todas de un pequeño rincón del mapa de EEUU: College Station, Texas. Sacan vasos, reparten vino y nos hacen sitio en la cama a la espera de que sigan llegando invitados de la boda que se celebrará mañana.

- Nosotras venimos de parte de la novia. ¿Y tú?, preguntan estiradas sobre mullidos colchones.
- Ni del novio ni de la novia, es una historia muy larga...

Los mapas de la clase de geografía mienten

Lo que te cuentan en el cole es siempre es una versión simplificada de la realidad: aunque Cádiz y Huelva están muy cerca en los mapas de las clases de geografía, su distancia se duplica en las guías de carreteras y vías ferroviarias que usas cuando te haces mayor. Sólo las aves migratorias se saltan la prohibición de cruzar en línea recta el coto de Doñana. Los demás, tenemos que rodearlo por Sevilla, en la vuelta de seis horitas de nada que me metí ayer.

Plan B con un cartel de lujo

12 horas antes del viaje mochilero que había planificado en los ratos libres, todo saltó por los aires: el plan de ir a Cuenca y dormir en el sofá de Aceitunillo fue cambiado en un abrir y cerrar de ojos por una invitación para bajar en coche al Puerto de Santa María.

Comida de pescaíto frito, siesta en la playa, bañito en la piscina del ático, cena con Nacho Vegas y brincos, pinos y levitaciones frente a la cámara de Gabriel. Éstas son algunas de las fotíbilis que nos sacó.

Vámonos pal sur, primo

El periódico me manda pal sur con 30 euros diarios a buscar fiestas, conocer gente y hacer el gamberro, así que busco amigos o amigos de amigos que me echen un cable, se apunten un trecho del camino, me inviten a un bocata o a su sofá o lo que sea.

Iré diciendo por Facebook donde estoy y colgando fotillos de la gente que encuentre en el camino.

Besos,
Mar

Paredes de papel

El sonido de azotes y los jadeos de una princesa peruana muy dulce, de cuerpo hospitalario, preciosa sonrisa y pelo negrísimo se cuelan a través de las paredes de papel, confundiéndose con otros gemidos a pocos metros de allí, encendiéndolos y colándose para siempre en una despedida que se alargó hasta el amanecer.

Juego de espejos (rotos) bajo tierra

Me pierde su cuerpo oscuro y enorme sólo verle entrar en el vagón.
Me siento. Se sienta.
Le miro. Me mira.
Le sonrío. Me sonríe.
En Plaza Castilla se levanta y con la mano tendida susurra: Ven. Ven conmigo.