miércoles, 3 de septiembre de 2008

Guerra de tomates


Un grito de guerra retumba en Buñol. Son las 11.00 horas. El cohete ha marcado el inicio de la tomatina 2008. Las órdenes son claras: coged un tomate, aplastadlo y tiradlo contra el enemigo. Se entiende como tal a cualquier persona con la camiseta inmaculada, a ser posible blanca.

Los soldados rasos, entre los que me incluyo, van con el uniforme de piscina estándar: bañador y gafas. Los complementos denotan veteranía: flotadores, manguitos, pelucas, gorros de vikingo, faldas de hawaiana, tetas postizas, raquetas de tenis, tutús de bailarina y cualquier cosa que se encuentre por el camino.

Hay 120.000 kilos de tomate como munición. La suministran seis camiones, que en los puntos claves abren sus tripas y descargan un jugo rojo pringoso, que convierte el suelo en una resbaladiza pista de patinaje. Con tal de no caerse, vale agarrarse a lo que sea.

Como la población local es incapaz de resistir sola el ataque, llegan refuerzos de todos los rincones del planeta. La avanzadilla entró anoche para abastecerse de alcohol y tomar posiciones. Los demás llegamos por la mañana y competimos por un trozo de calle en el que aparcar con autobuses de franceses, alemanes, rusos y japoneses.

Las órdenes de la dirección tardan poco en desobedecerse. Los hay que no aplastan las hortalizas, los hay que las lanzan con todas sus fuerzas para hacer daño y otros que arrojan el primer objeto que encuentran, cuanto más duro mejor.

Hay que tener los sentidos alerta en todo momento. Uno que grita “aquí no llegan, aquí no llegan” acaba con un tomatazo en plena boca, encestado por alguien con muy buena puntería y mala baba.

Al verlo dejo de gritar, pero no me libro de un par de tomates en la cara. Me quito las gafas para comprobar los daños y siento un fuerte impacto en el ojo. Escuece muchísimo. Miro alrededor intentando descubrir quién ha sido para vengarme, pero es imposible. Por si no tenía suficiente, algún vecino guasón saca una manguera y empieza a repartir agua. “Oé oé oé”, “A-gua, a-gua”, grita eufórica la multitud.

“Ten cuidado porque a las tías normalmente les intentan quitar las camisetas”, me advierte un valenciano cuando ve que tiro hacia abajo. Tengo suerte: nadie se encapricha de la mía, pero otras empiezan a volar de un lado al otro de la calle, junto a pantalones y zapatillas.

En un momento dado empieza una pelea y se forma una avalancha. Pierdo una chancla, me tiran a un lado, no puedo respirar, me meten mano por todos lados con descaro y se me dispara el corazón. A codazo limpio, huyo corriendo hacia arriba.

Pocos minutos después, disparan el cohete que marca el fin de la batalla campal y el inicio de la retirada. Son las 12.00 horas. He sobrevivido.

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