Uno.
Visita nocturna a la Reserva Ecológica Costanera Sur
Caminando bajo la luz de la luna, la reserva dejó de ser un montón de cañas secas y lagunas en las que flotan botellas de cerveza para convertirse en un espacio mágico, donde la naturaleza se abre paso descontroladamente por encima de los escombros y el cemento y acoge en su interior un mundo animal que sólo puede verse si abres -o mejor aún, te abren- los ojos y los oídos.
Un meteorito, que creímos primero estrella fugaz, se convirtió en bola de fuego y desapareció. La luna llena emergió sobre las aguas del río -revueltas como el mar por un viento furioso- al llegar a él. Y en un claro del bosque de alisos (y sus troncos de aparente agua), una profesora de yoga guió una meditación con rayos de luna colándose entre las ramas e instrumentos sonando desde la oscuridad. Sólo ese día, el que sentía que no podía ser otro, por el que me fingí enferma y me salté un día de curro y una fiesta.
Dos.
Reencuentro en el planetario
Bajo la bóveda celeste, ya a oscuras, se sentó al lado del peque otro niño de su edad acompañado de un padre que, tras varias miradas de incredulidad, resultó ser un amigo de Barcelona al que hacía más de diez años que no veía. Volvimos a quedar, con birras y vinos delante, y mis neuronas se incendiaron de ganas de plantarse al otro lado del charco y sumar fuerzas en la guerra abierta.
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