viernes, 8 de agosto de 2008

Adiós al tipín de sílfide

“A ésta la llaman la Avenida de los elefantes”, dice José Manuel cuando nos acercamos en su coche al estadio del Betis. “¿Sabes por qué?”, pregunta y respondo que no. “Porque van toos los del Betis moviendo la cabesa y disiendo 'no puede , no puede sé'”. Me río con ganas, admirando la gracia de los sevillanos. Ni los 42 grados que marcan los termómetros les quitan las ganas de bromear.

José Manuel no es familia directa pero como si lo fuera. Ve en mi visita una ocasión para devolver la generosidad con la que le acogieron en casa hace diez años. Y como buen andaluz, lo hace a lo grande, tirando la casa por la ventana. El banquete que improvisa ante mis ojos casi me hace llorar, después del hambre feroz que he pasado en Mérida.

Chocos. Puntillas. Boquerones. Mero al limón. Cazón en adobo. Chanquetes. Mejillones tigre. Gambas en gabardina. Pimientos rojos. Olivas andaluzas, grandes y amargas. Chicharrones. Montaditos de jamón y de gambas con ali-oli. Ríos de cerveza helada. La mesa parece un espejismo.

Empiezo a comer igual que los camellos beben agua, guardando provisiones para un futuro incierto. Pero la montaña de comida no disminuye y el placer empieza a convertirse en una pesadilla infantil, recordando que no podré salir a jugar hasta que no deje el plato reluciente.

“Come, que no has comío ná”, oigo cada vez que suelto el tenedor. ¿No ven que me estoy hinchando? Si lo ven, les da igual. “Come, come, ¿no te gusta?” Que sí me gusta, pero no puedo más. Quiero chillar.

Me hincho tanto que intento escapar de allí rodando, pero me detienen cerca de la puerta: ¿Dónde vas? Vuerve aquí shosho, que queda el postre”. Cuando logró dar el último lametón al macrohelado me siento como un globo verde de piñata. Estoy segura que de un momento a otro vendrá alguien a golpearme con un palo y explotaré, salpicando a todos los que tenga cerca.

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