Los primeros días rodriguezanos siempre son geniales. No te preocupas por cocinar y comes lo primero que encuentras o llamas a un delivery, no te inmutas si el salón está desordenado, te pasas horas y horas en el sofá viendo pelis que a tu pareja no le gustan, leyendo sin interrupciones un poco de aquí y otro poco de allá, escribiendo compulsivamente, viendo vídeos porno con el volumen alto, corriéndote en cualquier lugar, viciándote a juegos, juntándote con colegas, follando con otros, durmiendo a deshoras...

Exprimir naranjas con el peque ayudándome, calentar leche, preparar un café bien cargado, tostadas, algo de fruta y sentarnos juntos a desayunar. Buscar una sonrisa en sus ojos gatunos, mezcla insólita de verde y castaño, quedarme mirando sus aros, desear morderlos, mirar el reloj para saber cuántas horas faltan para que el bitxito se duerma y me quede a solas con él.
Hacía tantos meses que no le extrañaba, que no me dolía su ausencia, que el agujero en el estómago tiene esta vez unas dimensiones desconocidas; más abismal, más punzante, más corrosivo; e imposible de cerrar hasta que le vea cruzar la puerta de salidas en Ezeiza.
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