viernes, 22 de agosto de 2008

Atracción fatal

Málaga empieza terriblemente mal: con una medusa agarrada a mi muslo derecho. Ya es la segunda que este verano se lanza sobre mí y no puedo entender la atracción fatal que mis piernas mal cuidadas ejercen sobre ellas cuando tienen a su disposición auténticas preciosidades, con pulseras tintineando en los tobillos y uñas esmaltadas de rojo cereza.


Sigue peor: dos horas después del ataque de un pelágico gelatinoso me encuentro en la cola de un súper. Cinco tíos delante con 3 botellas de whisky, una de ron y cinco de coca-cola. Tres tíos detrás con 24 cervezas. Los dos grupos apestan ya a alcohol, gritan eufóricos y repasan de arriba a abajo a cuanta hembra entra en el establecimiento. Encajada en un sandwich entre unos y otros estoy yo, con un paquete de tampax en la mano.

Cuando logro salir veo que el centro de Málaga se ha convertido en un macrobotellón. Sólo son las seis de la tarde, pero el suelo está barnizado con una capa húmeda y pegajosa sobre la que las chanclas patinan peligrosamente. Salto un mini -o maceta, como le llaman aquí- de kalimotxo frente a mí. Esquivo un vómito a la izquierda, una meada a la derecha. Me pongo de puntillas para pisar lo menos posible un líquido no identificado. Estoy nerviosa, lo único que quiero -y sé que no puedo conseguir- es un baño limpio.

Gire por la calle que gire, todas desembocan en escenarios clonados. Quiero preguntar a alguien cuál es la única salida al laberinto pero me miran como un bicho raro: “pero quédate, guapaaa”. Perfecto.
Unos campeones de slalom me cuelgan una flor roja en el pelo "para que esta morenaza se venga con nosotros". Les acompaño en su zigzag callejero hasta que se despistan enseguida con una rubiaza.

Al fondo, aún lejos, distingo la salida del infierno botellónico. Es también la entrada a una galaxia paralela, poblada de flamencas pizpiretas y hombres encamisados que van o vuelven de las casetas de la Feria. Estén donde estén, a la que oyen sevillanas se arrancan a bailar.

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