miércoles, 13 de agosto de 2008

Cita a ciegas

Bip bip. La pantalla del móvil se ilumina. He pedido a toda mi lista de contactos si conocían a alguien en Granada. La única respuesta que recibo parece invitarme a una cita a ciegas. “Ve a la tetería Alquimia que hay entre la calle San Antón y Alahamar y pregunta por A. Dile que vas de mi parte y de A. Es de confi. Pásalo bien en Graná”, dice el sms.

No hay ni un lugareño a quien preguntar, todos han huido a la playa. La oficina de turismo está cerrada, es sábado por la noche. Los guiris tienen mapas pero, desconfiados, se aferran a ellos como si fuesen un tesoro. Sólo me dejan ojearlos durante unos segundos, insuficientes para localizar el cruce que busco. Cuando, finalmente, logro llegar hasta allí, es demasiado tarde: el que está bajando la persiana me dice que A. acaba de irse a otra tetería.

Le pregunto cómo llegar. Suelta de corrido una ristra de indicaciones a las que contesto “sí, ah, vale, veces sí, ajá, sí, perfecto, gracias” pero que en realidad significan, “tío, no me estoy enterando absolutamente de nada. Pero buen rollito”.

Paso de intentar llegar. Es el hombre el que tropieza dos con la misma piedra, no la mujer. Opto, en cambio, por deambular de barra en barra tomando cañas. Parece un objetivo fácil pero, en los pocos bares abiertos, se apiñan los turistas unos encima de otros. Lograr alargar una mano hasta el borde de la barra y levantar en el aire un vaso de cerveza hasta el lugar donde espera mi garganta acaba muchas veces en el derrame de parte de su contenido sobre cabezas desconocidas. Ante las miradas de odio, mi mano tiembla cada vez que repito la operación con la tapa correspondiente.

Llevo una mezcla curiosa de bebida y comida en el estómago cuando aparezco, por casualidad, en la calle Elvira. Es una calle irreal. No sólo por la ausencia insólita de guiris, sino porque el mundo entero se ha encogido para caber allí.

“¿Quieres una ºpelícula? Tengo todas las nuevas”, me pregunta un chaval con una sonrisa de oreja a oreja. “A ver qué tienes”, le contesto y nos sentamos a las puertas de un kebab cercano, con dos limonadas con hierbabuena. Mientras repaso toda la colección, me habla de su Gambia natal, de música africana, de su familia, del hermano que murió intentando llegar a España.

Él se aleja con un DVD menos en la mochila. Yo ando más despacio.

Pocos pasos después, se me presenta Omar y susurra: “Chica guapa, ¿quieres hachís?”. Digo que no y siguen lloviéndome ofertas. “¿Quieres un novio?”, pregunta un pakistaní regalándome una rosa y haciéndome reir.

Al fondo de la calle, en la última esquina, encuentro la tetería que había decidido no buscar. A. me espera sentada en las escaleras.

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