lunes, 4 de agosto de 2008

Como un pulpo en un garaje

"Ésas seguro que son madrileñas", murmuran con cachondeo en la playa de Punta Umbría cuando la marea, que ha subido de golpe, nos empapa los pareos y tenemos que salir corriendo para evitar que el mar nos trague las chanclas.

A nadie más le ha pillado desprevenido: las casas playeras que los lugareños han construido esta mañana en segunda línea de mar siguen intactas. Bajo el techo-sombrilla hay saloncitos en miniatura con sillas y mesas plegables, cubiertos y platos de plástico, tuppers llenos de tortilla y gazpacho y cervezas fresquitas en la nevera.

No hay mal que por bien no venga, y a cambio de las risas que se han echado a costa de mi compañera de albergue y de mí, la familia de la izquierda nos ofrece un vaso de gazpacho y unos emparedados. La familia de la derecha contraataca con otros dos vasos, diciendo "prueba er mío, mi arma, que está más rico". Con una sonrisa enorme, consigo que una tercera familia se una a la competición con más gazpacho y un pincho enorme de tortilla, y continúa así mi alimentación casi gratuita.

Las mujeres me invitan a comer y los hombres a beber. Si esto sigue así, quizás no vuelvo a Madrid.

Sólo dejar la mochila en la pensión Molino del Bombo de Aracena y preguntar dónde puedo darme un chapuzón, el recepcionista se ofrece a acompañarme a su casa, en la que tiene piscina. "En cinco minutos estoy lista", contesto y vuelvo con el kit de baño incorporado: bikini, minifalda y chanclas.

Con mis pintas playeras voy cuando coge -y yo detrás- un sendero estrechísimo lleno de piedras, tierra, zarzas e insectos. "Deberías haberte puesto pantalones largos y botas", dice descojonándose el cabrón mientras avanza a paso rápido. Riéndome y maldiciéndole, hago todo lo posible por seguirle sin resbalarme y partirme la crisma.

Al llegar se me olvidan los rasguños: tengo una piscina para mí sola rodeada de encinas, alcornoques, castaños milenarios, pájaros y ovejas. Me zambullo en ese lugar fuera del mundo. Cierro los ojos. Escucho el silencio. Y ni siquiera el pastor que descubro espiándome me acelera el pulso.

Relajada de los pies a la cabeza, sigo el rollo a los compañeros del timidísimo Miguelito cuando sugieren que esa noche vaya con él a las fiestas populares de Castañuelo y Santo Domingo y después le acompañe a casa. “Cuídale, que es virgen”, señalan entre risas y codazos.

Prometen mucha fiesta, mucha gente, mucho cachondeo, pero, al llegar allí, los otros 200 son residentes del pueblo. A punto de volver atrás, Miguelito me coge de la mano, me arrastra hasta el centro de la pista y cuando su brazo toca mi cintura, se transforma en un bailarín prodigioso.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Grans històries! Mola molt llegir-te Mar! Fas molta gràcia i tens molta gràcia! I jetaaaa! :-)
ens veiem aviat