miércoles, 6 de agosto de 2008

Haciendo el hikikomori en Mérida

Cuando veo Mérida en el horizonte, me pellizco para estar segura de que no es un espejismo. He salido hace más de ocho horas de Aracena (Huelva) en el bólido de Miguelito, que pilla los 60 kilómetros por hora en las subidas -“creo que no tira porque le falta una pieza del motor”, se justifica- y hemos tardado una eternidad en llegar a un lugar de Extremadura llamado Zafra.

Las cuatro horas de espera en ese pueblo desierto habían empezado a derretirme y fusionarme para siempre con el asfalto pringoso de sus calles desiertas. El paso de estado sólido a líquido queda interrumpido por la llegada del tren pero, cuando finalmente subo al vagón, parte de Zafra me acompaña agarrada a la suela de las chanclas.

Sin pensar demasiado que el hostal de Mérida está a 2 kilómetros de la estación de Renfe, empiezo a arrastrarme, con la mochila a cuestas y Murphy cerca: el edificio está al final de una cuesta. Pronuncio mi nombre con un hilo de voz, entrego el DNI y recibo una llave. Al abrir la puerta y ver que mi cubículo individual de 4x2 tiene aire acondicionado, televisión y conexión a Internet, tomo una determinación: mañana no me sacan ni a rastras hasta que no se ponga el sol.

Como buena hikikomori quiero encargar una pizza y pedir que la dejen frente a la habitación 102; pasar el dinero por debajo de la puerta y cuando oiga que los pasos del repartidor se alejan, abrir un segundo, cogerla y volver a meterme en mi refugio. Lo intento, pero el hostal está tan lejos que queda fuera de la zona de reparto.

Miro desde mi ventana tamaño cárcel. El hostal cuesta todo mi presupuesto diario más dos euros así que no puedo ir al restaurante de la izquierda y pedir comida para llevar. A la derecha está el Mercadona y quedan 15 minutos para que cierren.

Me peino, me pongo un vestidito formal y salgo corriendo con mi bolso vacío. En los pasillos del hipermercado empiezo a llenarlo, de forma disimulada, de queso de oveja, jamón de jabugo, salmón ahumado y albahaca mientras coloco una barra de pan y tres tomates en la cesta oficial. “Son dos con 2'10” dice la cajera. Pago y atravieso la puerta de salida lo más tranquila posible en dirección a mi cubículo.

Encerrada de nuevo en mi cubículo, con un bocata de salmón, queso, tomate y albahaca en una mano y jamoncito del bueno en la otra, doy las gracias a los amigos de Yomango que me enseñaron a comer de vicio gratis.

Me conecto a Internet y busco una fiesta virtual en la que hacer amigos para compartir la experiencia. Pero como es mi primera vez y no sé dónde buscar, no encuentro a nadie. Dicen los metereólogos que la ola de calor se acaba ya. Si aciertan, prometo que para la próxima crónica habré salido de esta habitación.

1 comentarios:

Tina Paterson dijo...

jajajaja

haciendo yomango en mérida.Di que sí!!!