miércoles, 13 de agosto de 2008

Perseidas

Antonio grita y su voz atronadora, duplicada por el eco, se extiende por el barranco de Poqueira. Su rebaño, de casi 500 cabezas, se detiene en el acto y cambia el rumbo hacia donde el
pastor quiere. Hace algunas décadas, en la vertiente sur de Sierra Nevada (Granada) había miles de cabras y ovejas. Ahora sólo se ven las suyas.

“Pertenezco a un mundo en peligro de extinción”, dice con una mueca tragicómica, mostrando sus manos callosas y curtidas por el sol. “Cuando era chico cultivábamos trigo y centeno aquí mismo y teníamos mucho más ganado. No bajábamos al pueblo durante meses. Ningún joven quiere esta vida hoy en día”, explica con calma, caminando juntos por el atajo que me ha enseñado para llegar al refugio Poqueira, a 2.500 metros de altitud.

Con el sombrero de paja señala, barranco abajo, un águila que vuela en círculos. Poco después, su mirada se dirige hacia unas rocas cercanas, sobre las que se ha encaramado un grupo de cabras montesas. Cuando tenemos que cruzar un arroyo, me indica qué piedras pisar.

Antonio conoce palmo a palmo estas montañas, en las que ha vivido toda su vida. “La sierra también ha cambiado”, sentencia, “antes había nieve todo el año en la cima, granizaba siempre alguna vez en verano, llovía mucho más. La tierra es cada vez más yerma”.


Cuando tomamos caminos distintos y desaparece detrás de una loma, me quedo sola en mitad del barranco. No me muevo. A lo lejos se ve el Mediterráneo. Se intuye África. Hay un silencio absoluto, sólo roto por esporádicas ráfagas de viento. Es viento seco, de poniente y silba con fuerza al chocar contra las rocas. Me hace tiritar bajo el grueso jersey de lana, aunque sólo son las cuatro de la tarde y ninguna nube oculta el sol.

Soy la primera en llegar ese día al refugio, así que me identifico y dejo mis cosas encima de una minicolchoneta pegada a otra minicolchoneta en la que no sé quién dormirá (pero sí quién me gustaría que durmiese). Y vuelvo a salir.

El mapa señala que el río Mulhacén queda cerca, tomando el sendero del oeste, y veinte minutos después se escucha ya el rumor del agua. Hay pisadas previas que siguen su curso, río abajo, hasta pozas profundas. Me desnudo y, uno, dos, tres, splashhh. Sin tiempo para contar a la inversa, salgo corriendo, temblando y congelada.

Los montañeros aparecen en el refugio a las cinco y desaparecen a las diez. Después, vuelvo a estar sola en mitad del barranco. No se oye nada, excepto el viento. Miro al cielo. Cae la primera estrella fugaz y pido un deseo. Cae una segunda y repito el mismo. Y vuelvo a hacerlo por tercera vez, antes de cerrar los ojos y evocar el ruido que hacen sus pendientes cuando los muerdo.

4 comentarios:

Tina Paterson dijo...

jajajajaj
piratillaaaaa!

Javier Rada dijo...

me encantó este relato. saludos!

minimono dijo...

Gracias, Rada

Es un honor. A mí me encanta tu serie de maltrato animal (aunque aún me gustó más el repor sobre la movida de Casablanca :)

Saludos,
m.

Javier Rada dijo...

No me dejan escribir en Publico como en Calle20, dicen que se me va la olla, y me imagino que tendrán razón. jejejeje