martes, 5 de agosto de 2008

Un hombre bueno

Un abuelo acompaña a una mujer de suave acento portugués al autobús de Aracena. El conductor le invita a tomar café con él al final de destino. Y Tomás, así se llama, acepta. Le dedico la mirada más dulce de mi repertorio, le sonrío y se sienta a mi lado feliz, con su pipa recién apagada en la mano. “Fumemos, bebamos, comamos, gocemos o no, nos vamos a morir igual. La vida hay que vivirla”, son las primeras palabras que me dirige.

Poco después, con el motor del autobús aún apagado, me enseña el carnet de donante de órganos y me explica que él no quiere flores en el cementerio, ni siquiera en su entierro “porque no las voy a ver. Ni a oler”. Le observo e imagino en él uno de esos hombres que te regalan una rosa, un clavel, una pequeña flor silvestre, en el momento más inesperado.

Todos le conocen. Todos le saludan. Se paran a hablar con él por la ventanilla. Él baja. Da abrazos. Besos. Vuelve a subir y Juan, el conductor, arranca. Sólo hay siete pasajeros.

“El primer pueblo es San Juan”, indica al atravesar una zona de olor fétido a las afueras de Huelva. “Después viene Trigueros”. Se conoce cada pueblo como la palma de su mano y no sólo porque su hijo vive en la sierra y ha hecho el mismo recorrido durante años, sino porque es de esas pocas personas a las que la curiosidad no se les agota con los años.

“Está muy bien que te describan sitios que no conoces, pero verlos, ay, verlos con tus propios ojos, estar ahí, no hay nada igual”, replica con envidia cuando le describo la ruta que voy improvisando por el sur. “Menos Barcelona y el País Vasco, yo he visto toda España y empieza a hablar de remotas aldeas gallegas y asturianas que le fascinaron, de Salamanca, de Mérida y de cualquier lugar que le propongas. “Si mi hijo no tuviese el coche estropeado te llevaríamos a conocer Aracena y los alrededores. Toda la sierra es de una gran belleza”, añade con entusiasmo.

Fátima, a quién creía portuguesa pero es brasileña, se despierta a mitad de camino y se empieza a pintar los labios. “Te estás poniendo guapísima”, le piropea Tomás. “Dentro de poco llegamos a las minas de Río Tinto, se ven mejor por la derecha”. Me cambio de lado y aparece una tierra herida de muerte, agujereada, saqueada, con paredes cortadas sin piedad, bañada por el río más negro que he visto en mi vida.

Muy cerca hay un lago verde musgo en el que “si te bañas se te caen la piel y los huesos”. Un agua tan contaminada que enferma todo lo que toca. Y que contrasta con fuerza con el intenso color azul del pantano que aparece pocos kilómetros más arríba.

El autobús sigue serpenteando a ritmo lento, sin que dejemos de hablar y mirar alrededor, hasta que se divisa el pico que señala la llegada inminente a Aracena. Nos detenemos, bajamos todos sin prisas, y ni Fátima ni yo nos resistimos a acercarnos al bar.

“Es la última vez que te traigo”, le advierte Juan, “te vienes gratis y encima me robas los ligues”. Tomás sonríe y sigue hablando con despreocupación. “Ponme un café y a estas señoritas lo que quieran, que yo las invito.”.

Saboreo el café, la conversación, la lentitud del tiempo. Y cuando me subo la mochila a hombros y me pongo a andar hacia el centro del pueblo se me saltan las lágrimas de felicidad.

3 comentarios:

Tina Paterson dijo...

Dale duro niña, por aquí lejos entre favelas pensamos mucho en tí. Y cuídate.
1 beso
D.

Tina Paterson dijo...

Si andas por Mérida vete al balneario de Alange, esta relativamente cerca, es de juguete (nada de glamour) y superfriki... Pero, te puedes bañar en una piscina romana auténticaaaaaaa!

minimono dijo...

Balneario de Alange, mmmmmmmm... suena bien

Ahora miro donde está. De momento sigo encerrada en mi habita